jueves, 25 de marzo de 2010

Exactamente ¿qué vamos a celebrar?


(TEXTO ESCRITO POR EL HISTORIADOR LORENZO MEYER)

Una reflexión sobre los errores y aciertos ocurridos en los procesos de la independencia y la revolución sería la manera más útil de conmemorar 1810 y 1910


El corazón del problema

A dos siglos del inicio de la lucha por la independencia y a un siglo del inicio de la lucha por destruir una dictadura oligárquica, queda claro que ambos sucesos no fructificaron como se esperaba: no lograron encauzar a México por la ruta de un desarrollo material y social sólido y justo.

Celebración

De acuerdo con su definición, celebrar significa, entre otras cosas, abandonar la rutina para honrar, rendir homenaje o exaltar a personas o eventos extraordinarios mediante ceremonias solemnes que buscan crear conciencia pública en torno a logros excepcionales. Claro que el término también admite lo no solemne: la ocasión para el contento general.

La semana pasada, el gobierno de Felipe Calderón anunció que se propone llevar a cabo una celebración a lo largo de todo el año para conmemorar el Grito de Dolores de 1810 y el llamado de Francisco I. Madero al levantamiento general el 20 de noviembre de 1910. El contenido de esa celebración oficial serán, básicamente, 2 mil 300 acciones o eventos en todo el país. Uno de esos eventos se concentrará en un solo día, implicará la participación masiva de miles de actores al estilo de las inauguraciones de los juegos olímpicos y tendrá un costo de 60 millones de dólares (Proceso, 14 de febrero).

De cara a esos planes oficiales surge el planteamiento de las alternativas: más que celebrar de manera espectacular el bicentenario y el centenario del arranque de dos dramáticos y feroces eventos de rebeldía popular, los tiempos deberían conducirnos a festividades austeras por un lado y por el otro a una gran reflexión -es aquí donde se debería hacer la cosa grande- sobre las causas que han llevado a que finalmente la gran energía colectiva desatada por lo acontecido en 1810 y 1910 no haya cumplido con las expectativas de quienes la iniciaron ni con las promesas de largo plazo de quienes construyeron un nuevo orden supuestamente superior al destruido.

Los celebrantes

No obstante que el actual es un gobierno de derecha y, por definición, sin simpatía por movimientos que buscan destruir por la fuerza el régimen establecido como fueron los de 1810 y 1910, ya se echó a andar la maquinaria de la celebración. Sin embargo, no está claro qué es lo que el grueso de los mexicanos desearía celebrar -si es que están de ánimo para celebrar- ni cómo quisieran hacerlo. Según una encuesta, el 45.2 por ciento de los ciudadanos se mostró dispuesto a recordar ambas fechas por igual, pero un 40.5 por ciento mostró preferencia por la independencia y apenas el 11 por ciento por la revolución (Consulta Mitofsky, 15 de noviembre, 2009).

Ahora bien, en relación a qué opinan los mexicanos en torno al cómo y a qué costo se debe celebrar, no hay datos. Sin embargo, y por la naturaleza de los tiempos que corren -pobreza, desempleo, inseguridad, polarización política, desigualdad creciente-, es posible suponer que lo apropiado serían ceremonias sobrias y usar de la reflexión histórica para escudriñar el futuro.

Una hipótesis

La rebelión contra el dominio español sobre México desembocó en un conflicto interno de magnitud sin precedentes, pues por tres siglos la autoridad del rey no había sido desafiada en la escala y con la fuerza en que lo fue en 1810. La destrucción material y el daño causado a la estructura institucional fueron sustantivos. Sin embargo, la unión de conveniencia en 1821 de las fuerzas en conflicto para declarar la separación de España llevó a que por un momento el talante que dominó en la esfera de lo público fuera de optimismo desbordado: libre de sus ataduras a España, el heterogéneo grupo dirigente supuso que acababa de abrir un brillante futuro para la rica y nueva nación mexicana (Javier Ocampo, Las ideas de un día, El Colegio de México, 1969).

El optimismo apuntado fue breve y pronto el país, sin consolidarse como nación, cayó en el conflicto interno, fue agredido por el exterior y le fue imposible contar con un mínimo de estabilidad política que le permitiera una vida normal. Donald Stevens sistematizó los indicadores de esa inestabilidad entre 1825 y el inicio de la Guerra de Reforma en 1857 (Origins of Instability in Early Republican Mexico, Duke University Press, 1991). En 33 años hubo 41 rebeliones campesinas, Tabasco tuvo 50 gobernadores, la Secretaría de Hacienda cambió de manos 87 veces y 49 la jefatura del Poder Ejecutivo; en promedio, el ocupante del cargo apenas si duró 12.8 meses. La conclusión es inescapable: la independencia hizo que México pasara de ser una colonia exitosa -la más importante del imperio español en América- a ser un Estado fallido.

Falla de origen

Una explicación del gran fracaso del México independiente para constituirse en un Estado viable se tiene en la naturaleza del viejo orden. Un análisis comparado de las características de la colonización española y británica en América arroja mucha luz sobre ese problema. De acuerdo con el impresionante estudio de J. H. Elliot (Empires of the Atlantic World, Yale University Press, 2006), la idea original de la empresa colonial británica en lo que hoy es Estados Unidos era simplemente reproducir lo que España había hecho antes en México: crear una colonia de explotación con base en una minería de metales preciosos y mano de obra indígena. Sin embargo, los ingleses nunca descubrieron yacimientos como los de México y nunca pudieron dominar a la población nativa como los españoles a los aztecas y se tuvieron que conformar con dar forma a unas colonias de poblamiento con base en el trabajo de los propios europeos. Esa imposibilidad de los ingleses para convertirse en "conquistadores" les obligó a ser simplemente "planters" (colonos). Sin embargo, esa frustración original se convirtió en algo muy positivo cuando las 13 colonias inglesas se transformaron en Estados Unidos de América, pues ese tipo de colonización resultó ser la preparación adecuada para dar forma a un Estado exitoso.

En un artículo del American Journal of Sociology (V. 111, No. 5, marzo 2006), Matthew Lange, James Mahoney y Matthias Vom Hau desarrollaron una comparación entre el colonialismo español y el británico y llegaron a esta conclusión: las diferencias en los modelos económicos implantados por las dos metrópolis son un factor fundamental para explicar la suerte que corrieron las colonias al transformarse en Estados independientes. Los españoles tendieron a imponer un modelo económico mercantil en zonas que antes de la colonización ya estaban densamente pobladas y con un desarrollo significativo. En contraste, cuando Inglaterra colonizó, también de manera extensiva, lo hizo en zonas con una baja densidad de población original y con un desarrollo relativamente simple, pero en las que implantaron un sistema económico liberal. Tras la independencia el resultado de esa diferencia fue la reversión de las características originales, pues las zonas de influencia mercantilista y con gran población nativa entraron en una etapa de subdesarrollo en tanto que aquellas de influencia liberal se encaminaron al desarrollo, al punto que una de ellas, Estados Unidos, ya era una potencia al final del siglo XIX. Desde luego que la diferencia en los modelos económicos y de sus respectivos conjuntos de instituciones políticas, legales y culturales no explica todo el éxito o todo el fracaso de la etapa nacional, pero sí una parte sustantiva de ese resultado.

La lección

Desde la óptica del proceso histórico, lo que este bicentenario del inicio de la lucha por la independencia nos debería llevar a comprender es, entre otras cosas, que todo cambio de régimen, incluido el que se intentó hace apenas 10 años, es una empresa extraordinariamente complicada porque la herencia que deja el viejo orden puede ser un factor que ayude o frustre el proyecto de futuro. De ahí la enorme responsabilidad de quienes encabezan lo nuevo.

En 1821 las mejores mentes del país que nacía intentaron desentrañar la magnitud del reto, pues mientras los norteamericanos tenían que consolidar, lo hecho en la ex Nueva España había que modificarlo y sustancialmente. La enormidad del problema rebasó los cálculos y la imaginación de quienes encabezaban al nuevo Estado y pronto se impusieron los egoísmos de grupo. En el 2000 se suponía que los "insurgentes" tenían una "capacidad intelectual instalada" mayor de la que había hace dos siglos, pero no fue así y otra vez corremos el riesgo de frustrar el propósito del cambio. Una gran reflexión comparando lo ocurrido a partir de 1810 con los tiempos que corren sería una manera útil de conmemorar nuestro origen como nación moderna. Sin embargo, esa reflexión no vendrá del sector oficial, tendría que hacerse desde fuera.

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